LA CELDA de ESTÍBALIZ ETXEBARRÍA.
Relato Ganador de la XIII Edición de Relatos de La Librería de Deusto.
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EL GATO ESTARÁ UNOS DÍAS DESCANSANDO DEL BLOG, PERO ANTES QUIERE DEJAROS UN ÚLTIMO CUENTO. El lunes 17 de diciembre se entregaron los premios y se “despidió” el año. Por segunda vez, Estíbaliz Etxebarría, participante del taller de narración creativa “Lunes de papel”, obtuvo el premio (lote de libros, diploma y el aplauso de los asistentes, que no fueron muchos pero bien divertidos). Se presentaron 21 relatos con el tema LIBROS. El jurado estuvo formado por Águeda Gago (de la Librería de Deusto) y Osvaldo del Valle (ganador de la XII Edición, el pasado mes de junio).
LA CELDA
Aquella mañana la celda se le hizo más pequeña que de costumbre. Miró al techo desde el catre que se le clavaba en las costillas. No sabía cuánto tiempo llevaba allí, ni cuándo saldría de aquella lúgubre estancia. Sólo la tenue luz de aquel lluvioso y tímido amanecer que se colaba por un ventanuco en lo alto de la pared, alumbraba aquel minúsculo espacio donde pasaban lentamente los días. Un mugriento retrete completaba el mobiliario del habitáculo. Un ruido interrumpió sus perezosos pensamientos y un chasquido metálico retumbó en la puerta de hierro que le coartaba la libertad. Una pequeña trampilla excavada en la puerta pareció abrirse, al colarse unos débiles rayos de luz artificial a través de ella. Un plato metálico con una cuchara de madera entró por aquella abertura que se cerró con un golpe seco.
Aquello indicaba que debían ser las ocho de la mañana. Como cada mañana, de cada día. Miró de lejos el recipiente una masa marronácea y pese a repugnarle, sabía que aquello le mantendría con fuerzas suficientes para mantenerse cuerdo en aquel oscuro y húmedo espacio. Tras su frugal desayuno, decidió proseguir con su rutina diaria: un poco de ejercicio recorriendo la celda; que, al igual que la comida, le permitía mantener cierto contacto con la realidad y descansar luego, casi decentemente. Así pasaban los días, y aquella monotonía clausurada parecía transcurrir también en el exterior, ya que ni tan siquiera se notaba allí dentro cambio alguno en la luz que su preciada ventana le arrojaba cada jornada.
Un día, a través de la matutina apertura de la trampilla metálica un objeto entró en la celda, sin aviso alguno. Era rectangular y oscuro, pero en la penumbra de aquél rincón, sin duda, tenía un brillo especial. No podía ser, aquello era… ¡un libro!. Se apresuró a constatar que no había perdido la cabeza y lo asió firmemente. En efecto, se trataba de un tomo bastante grueso, con cubiertas de cuero manoseadas por el tiempo. No tenía título. Lo abrió y se maravilló de lo que aquel objeto le trajo a aquel agujero que pareció desaparecer de pronto ante tal acontecimiento. Sin dudarlo, comenzó a leerlo devorándolo con avidez. Las horas de luz en aquella celda eran insuficientes para nuestro lector. Cada día era una aventura, una sorpresa agazapada entre aquellas páginas. Cada día era… diferente. De pronto, una mañana otro libro entró en la estancia alegrándola de nuevo. Así perdió la noción del tiempo y para cuando se quiso dar cuenta, tenía ya acumulados unos veinte libros de diferentes procedencias y con diferentes contenidos que le habían hecho recobrar la vida.
Desde el catre, se quedó observando la montaña de lectura que yacía junto a la pared, pero aquella mañana lo vio todo con otra luz. Una hermosa y cálida luz penetraba por el ventanuco, iluminando la celda y su alma. Parecía que la primavera había llegado a visitarle, pero aquellos muros no la dejaban entrar. Su corazón latía ahora muy rápido y tras un momento de titubeo, se abalanzó sobre los libros colocándolos en orden formando un pila. Se subió a ella con cuidado: primero un pie, luego el otro, aún agazapado. Se irguió poco a poco para no perder el equilibrio y cuando por fin levantó la cabeza. Tras un momento de ceguera ante tanta claridad, pudo asistir obnubilado al amanecer más hermoso que recordaba haber visto jamás, llenándole el corazón de recuerdos y los ojos, de lágrimas.