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Channel: concurso – El susurro del gato
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“La radio” premiada

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La susurradora Ana Molina Arbide es la ganadora del XX Premio de Relato Corto de la Libreria Deustuko Liburudenda Deusto con el cuento “UN DÍA MÁS”.

Como siempre, mucha participación, un jurado estupendo que leyó una decena de relatos, y un buen vino para cerrar el curso de los talleres de narración creativa. Los finalistas fueron Osvaldo del Valle y Llum Saumell. El público asistente fue el que eligió con sus votos, entre los tres seleccionados por el jurado, el cuento ganador.

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Ana Molina con el lote de libros ganado y el diploma, realizado por Esti Etxebarria, que la acredita como ganadora en esta 20ª edición.

UN DÍA MÁS
Mamá ha terminado de secar los platos. A pesar de que aún faltan veinte minutos para que de comienzo la emisión no puede disimular la angustia que la atenaza ya a esta hora. Se mueve inquieta de un lado a otro de la cocina recogiendo los últimos cacharros y cuando comienza a barrer el suelo, los nudillos se ven blancos de lo fuerte que agarra la escoba. Como cada noche, los demás nos esperan en el salón. Mi padre, ha levantado el tablón del suelo bajo el que esconde el aparato y lo extrae con cuidado, depositándolo sobre la mesita de madera con mimo, como si manejara algo muy frágil y valioso porque eso es lo que esta radio es para todos nosotros: un objeto frágil y hasta hermoso si me apuras, pero sobre todo peligroso. Si algún vecino supiera de su existencia, si alguien hablara más de la cuenta y llegara a oídos de quién no debe lo que hacemos en este triste y helado salón no tardaríamos en sufrir las consecuencias. Así que, noche tras noche, todos estamos en peligro: mis padres, mis abuelos, yo misma… hasta mi hermano pequeño, este que clava ahora en mí unos ojos cargados de preocupación y miedo, ojos de pobre niño convertido en viejo con seis años.
Mientras pienso en todo esto mi madre se arrodilla en el suelo a mi lado y mi padre se afana en captar Radio Moscú girando, a un lado y a otro, la ruedecilla que controla el dial. Al principio lo hace más rápido, primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda. Pero cuando comprueba que esta noche de nuevo costará captar la señal comienza a manejar el botón con sumo cuidado, dotándole de un movimiento casi imperceptible que lo hace avanzar tan solo milímetros a un lado o al otro. Por unos minutos contenemos el aliento y tensionamos nuestros cuerpos que rodean expectantes el receptor hasta que, por fin, cuando el esfuerzo y la concentración de los que hace gala mi padre empiezan ya a traducirse en el sudor con que brilla su frente, el pequeño altavoz comienza a emitir aquella sintonía que tan bien conocemos, preludio de lo que está a punto de dar comienzo y entonces, solo entonces, nos permitimos el lujo de volver a respirar.
El programa se inicia sin transición. No llegan saludos cordiales desde el otro lado que nazcan de la voz de un locutor ¿Para qué, si ellos saben que nadie lo entendería? Tanto los rusos como nosotros tenemos claro qué es lo que realmente importa; no estamos aquí por las palabras, ni siquiera por la música así que sin mayor dilación la radio comienza, también hoy como cada noche, a escupir la lista interminable de bajas enemigas. El inventario de los muchachos alemanes para los que la guerra ha acabado ya en aquellas heladas tierras. Una voz monocorde y fría va desgranando sus datos mientras mi padre se retuerce las manos y mi madre lucha por contener las lágrimas. Son diez o doce, quizá quince minutos que parecen no acabar nunca. ¿Cuántos nombres pueden leerse en ese tiempo? ¿Cuántos Gunters, o Franks, cuántos Alberts o Hermans caben en ese macabro y bélico obituario? ¿Cuántos chicos de diecisiete años como mi hermano? ¿O de menos? ¿Cúantos de quince, de dieciséis? Lo cierto es que no los he contado nunca pero sé la respuesta. Demasiados.
Cuando la voz calla y la señal se apaga se repite también el mismo ritual que ayer y el que, todos esperamos, tenga lugar con idéntico resultado mañana y al otro y al otro. Y así, mi madre, con lo que quiere ser una sonrisa asomándole a los labios pero que no pasa de mueca triste, agarrando a mi padre del brazo le pregunta “¿No lo han dicho, verdad papá? ¿No han dicho Dietter Friedmann? ¿No han dicho su nombre, verdad?” Y mi padre, abrazándola con todo el cariño del que es capaz le contesta “No querida. Hoy tampoco lo han dicho” y tras soltarla con delicadeza, se dispone a esconder la radio un día más.

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